Vandalismo de escritorio
Para quienes creemos en la democracia jamás se podrá justificar el uso de la violencia como mecanismo de acción política o de ejercicio de la ciudadanía.
Sin embargo, hay que leer cuidadosamente los contextos para poder comprender la génesis de estos fenómenos cada vez más frecuentes. En el caso de las universidades públicas, epicentro reciente y recurrente de estas acciones, los problemas no son pocos.
Las vías de derecho están agotadas, pocas veces son útiles y en cambio se convirtieron en sinónimo de trámites eternos, expedientes engavetados donde el debido proceso sacrifica la credibilidad. La paquidermia detrás de la acción legal, cuando mejor termina, se materializa en escritos o reuniones diplomáticas donde hay más excusas y justificaciones que respuestas.
Los problemas de las universidades públicas no son pocos. Y desde la Guajira hasta el Amazonas son calcados. Todo el mundo los ve y los conoce, pero como en los pabellones de las cárceles impera el silencio. Nadie se atreve a hablar de ellos más allá de los muros que los separan del exterior.
Detrás de los discursos amplificados de algunos rectores sobre recuperación financiera se desconoce que los recursos provienen de giros hechos por el Gobierno central que, en franca lead, constituyen conquistas del movimiento estudiantil y no de la gestión de los administradores o gobernantes de turno.
Pero el asunto de egos es menor frente al manejo politiquero de famiempresas y gamonales que configuran organigramas directivos a su antojo, asignan cargos meramente técnicos a políticos y hasta modifican estatutos y manuales de contratación para abrirle la puerta sin pudor al nepotismo y el clientelismo.
Más allá de las campañas publicitarias para vender o pagar titulares de prensa y desviar la atención frente a males reales, con raíces profundas y peligrosas, para las instituciones de educación superior en Colombia y las entidades llamadas a ejercer vigilancia, debería ser un asunto de preocupación la pérdida de registros calificados, la imposibilidad de contar con revistas indexadas para la publicación de sus investigadores, la desfinanciación de proyectos de investigación, el que dejen de convocarse en los plazos establecidos concursos de méritos para nombramiento de profesores de planta y en cambio la función sustantiva más importante de las universidades, la médula de su ethos: la academia se soporte en 50% y más en catedráticos.
También deberían ser objeto de observancia especial las obras y servicios que se inauguran y no funcionan, el mantenimiento de la infraestructura física y las garantías a los ejercicios democráticos de elección de otras autoridades de gobierno; decanos y representantes estudiantiles, mecanismos necesarios para el equilibrio y la veeduría independiente.
Resultaría pertinente saber, en qué se gastan, cómo se asignan y para qué propósitos los recursos provenientes de regalías para ciencia, tecnología e innovación, y quién da cuentas reales de los miles de millones que asignan los Ocad por instrucciones de los gobernadores.
Entonces las amenazas a la Universidad van más allá de las capuchas y el anarquismo que todos reprochamos.
Hay verdaderos cánceres que apacibles y silenciosos las carcomen y que terminan haciéndoles más daño que los grafitis y los gases lacrimógenos.
No hay Esmad ni protocolo que valga para contener el vandalismo de escritorio, para levantar las barricadas que le interponen a las instituciones y los organismos de control quienes saquean el erario de la educación de nuestros jóvenes.
Y como en medio de la violencia irracional de los indignados, prima la indiferencia de quienes se hacen de oídos sordos, de quienes miran para otro lado estando llamados a alzar su voz en defensa del patrimonio público.
Ojalá aún esté lejos el tiempo en que el motivo para incomodarse colectivamente sea el cierre de los claustros o su privatización con lo que consecuentemente ello signficaría en términos de ampliación de las brechas de desigualdad en el acceso a educación superior y de calidad.